Argentina, 1948. Dir.: Manuel Romero. 16mm. 95’.

el-tango-vuelve-a-parisNarraba como si fuera un patinador: sus historias se deslizan siempre hacia delante con una combinación de seguridad, fluidez y dinamismo que las delata en seguida: es una de Romero, autor porteño y popular. Autor obrero.

Filmó por docena, especialmente para Lumiton y con la mirada en la gente, ganándose el odio encarnizado de los intelectuales que se indignaban alrededor de Victoria Ocampo mientras ella se escribía con Eisenstein (pero elogiaba a Alberto de Zavalía por ¡ay! La maestrita de los obreros). Romero no era maestrito de nadie.

En cambio, sus películas se permitían bombardear toda pretensión, toda hipocresía. Los que saben dicen que hizo su mejor aporte en la década del treinta, trayendo consigo la experiencia que había adquirido en los estudios Joinville, que los americanos controlaban en Francia. Después dicen que se cansó, se agotó, se repitió. Entonces, ¿por qué revisar El tango vuelve a París, este Romero tardío? Por varias razones, a saber:


1. Porque su encanto está intacto pese al tiempo transcurrido. Siguiendo el camorrero sistema de cotizaciones que inauguró el maestro Ángel Faretta, podríamos decir incluso que hoy en día, un fotograma de cualquier película de Manuel Romero, visto de canto, vale por toda la filmografía de Luis César Amadori.

2. Porque es la única película en la que Aníbal Troilo «Pichuco», bandoneón mayor de Buenos Aires, tiene un rol protagónico.

3. Porque está hecha en el preciso momento en que el cine argentino libraba una patética batalla contra su eterno complejo de inferioridad adaptando grandes obras del teatro y la literatura universales. Los resultados fueron variables pero esta película de Romero (y Romero en general) se mantuvo a flote en el medio de un cine que tendía a resignar su identidad y que reemplazaba el «vos» por el «tú» con la esperanza de encontrar mercados que se mantuvieron perdidos.

4. Porque Romero maduro vuelve sobre el mito del tango en París a cuya construcción había contribuido Romero joven, y lo destroza con simpatía bonachona, con gesto de «Eran todas macanas, pibe». Como cuando John Ford, ese otro obrero, destrozó en los 60 el mito del western que había contribuido a crear treinta años antes

-Yo quiero mucho a mi profesión.

-Total a mí no me vas a curar.


Romero nunca daba gato por liebre: El tango vuelve a París es una película «de cantor» y así lo establece desde los títulos de crédito, tras los cuales se puede ver un dibujito que representa al protagonista Alberto Castillo junto al obelisco. Para vincularlo todavía mejor con su modelo, el personaje no sólo se llama «Alberto» sino que, como el cantor, ha terminado estudios de medicina aunque no puede reprimir su afición por el tango. Castillo se muestra canchero e hiperkinético (una especie de James Cagney cabezón y rioplatense) y en todo caso tenía una personalidad lo suficientemente intensa como para sostener la historia solo, pero El tango vuelve a París también fue una película industrial y como tal está hecha respetando las reglas del mercado. Al cantor más popular se le agregó la figura ya legendaria de Aníbal Troilo «Pichuco» con orquesta y todo, y a ese paquete de tango se le sumó también el bolero con la presencia de Elvira Ríos (1), una cruza entre María Félix y Katy Jurado con la voz de Zarah Leander.

Lo primero que sorprende es el modo en que Romero plantea esas reglas del juego y las utiliza en beneficio del film. Entre los personajes de Ríos y Castillo no hay rivalidad musical sino un deseo mutuo cristalizado en la interpretación: él le canta «No habrá ninguna, ninguna con tu piel ni con tu voz» y ella le responde «Quién sabe que aventuras tendrás, qué lejos estás de mí«. Pero mejor todavía es la decisión de utilizar a la pulposa cantante para exponer una oposición casi antropológica entre la Mina (Ríos) y la Novia (Lilian Valmar). Las simpatías de Romero están con la Ríos y no sólo por una cuestión de curvas, sino porque, como sus mejores heroínas, es descripta como una mujer independiente, hecha sola desde abajo y condenada por su propia nobleza.

Comparativamente Valmar es una nena sosa y mojigata, que juzga sin cesar a los demás y se hace así merecedora de la humillación. En cierto momento reprocha a su padre (Julio Renato) su falta de escrúpulos para vivir a costillas de Alberto:


-¡Eso es no tener dignidad!

-Eso es no tener plata, hija.

Con esa misma franqueza, Romero muestra a Castillo oscilando alegremente entre las dos mujeres durante todo el film. Como explica un personaje, «Cuando la argentina le canta un tango, tanguea; cuando la mexicana le canta un bolero, bolerea. ¡Es internacional!«. El propio Castillo es bastante explícito cuando describe su relación con la Ríos, primero a su padre:

-No quiero decirte que la adore; simplemente me atrae, me sugestiona

…y después a la propia Ríos:

A Azucena la estimo y hasta me parece que la quiero, pero se me cruza usted en mi vida y no sé, no sé lo que me pasa…«.


Es que en el Planeta Romero las convenciones sociales son absurdas invenciones de la clase alta para complicarse la vida en el esfuerzo de sostener apariencias insostenibles. Así como aquí Castillo, hijo de un millonario, inventa gestos galantes para cumplir con su rol de novio ante la Valmar pero no quiere negarse el acceso a la carne de la Ríos, el marido de Casamiento en Buenos Aires (1940) volvía a su esposa Sabina Olmos cada vez que la suponía embarazada pero perdía todo interés por ella (y tomaba una amante) en cuanto los síntomas se demostraban falsos. En ambos casos esas idas y vueltas pueden parecer groseras y hasta narrativamente torpes, cuando en realidad no sólo son fácticas sino que integran el impiadoso concepto de Romero sobre la burguesía.

En determinado momento de la historia a Julio Renato se le ocurre convencer a Castillo de hacer un viaje a París. «¡París! ¡La ciudad luz! ¡El paraíso de los artistas! ¡El champagne, la farra! ¡Donde triunfó Canaro, Arolas! ¡Donde cantó Gardel!«. Castillo convence a Pichuco, éste a los músicos de su gran orquesta y todos viajan a París. El mito del tango en París ya estaba instalado para siempre en el imaginario porteño, en parte basado en historias reales que habían tenido lugar dos décadas antes, en parte gracias a emblemáticos tangos-puente (Madame Yvonne, Griseta, Canaro en París). El propio Romero había contribuido al mito como protagonista: integró la lista verdadera de argentinos en París, escribió para Carlos Gardel en los estudios de Joinville y después tiñó de romanticismo sus días allí en el film Tres anclados en París (1938), enriqueciendo con abundantes detalles de observación una típica trama de nobleza en la adversidad (2).

Pero había pasado una década desde esa película, dos de la aventura francesa y a esa altura es muy probable que Romero estuviera harto de la leyenda. En todo caso, el nuevo viaje del tango a París es un desastre total. Ni bien llegan, Castillo, Renato, Pichuco y la orquesta resultan víctimas de una estafa y quedan en la vía. Renato, responsable de todo, trata de disculparse: «Yo creía que el cuento del tío era una institución exclusivamente porteña«. A partir de ahí Romero comienza a bombardear la leyenda con datos que había omitido de Tres anclados… pero que suenan muy reales. Cuando Castillo y Pichuco van a pedir trabajo a una boite los reciben con una frase tremenda: «Le tangó ce finí a París«, y en cambio les proponen interpretar congas o sambas.

Cuando finalmente les dan trabajo también les tiran por la cabeza las condiciones locales que Romero conocía bien: vacunarse, obtener el permiso de trabajo en el ministerio, salir del país y volver a entrar para renovar la visa de estadía, hacer un depósito de dinero, contratar músicos franceses… El patrón alega que «acá defendemos lo nuestro» y Romero aprovecha para pasar el aviso, que también suena a factura demorada: «Y pensar que en Buenos Aires están las puertas abiertas para todo el mundo» (3).

La masacre sigue: Castillo, Troilo, Valmar y la orquesta salen al escenario vestidos con trajes típicos españoles, «disfrazados de toreros». Fracasan y aunque Lupe los ayuda, Castillo no quiere seguir trabajando bajo las condiciones francesas. Así van a parar en conjunto a una buhardilla similar a la ocupada por Tito Lusiardo en Tres anclados… y pasan hambre pero en serio: «Los muchachos cazaron al gato de la vecina y me parece que lo están adobando«. El punto más bajo llega cuando deciden interpretar un tango para animarse y Castillo tritura los versos clásicos del propio Romero:

Te acordás hermano… qué bifes aquellos / Pucherete criollo que no volverá /Pucherete criollo, volver a comerlo / Si cuando me acuerdo me pongo a llorar / ¿Dónde están los asados de entonces? / Chinchulines de ayer ¿dónde están?…

Después del episodio de la buhardilla, Romero inventa un gag antológico con el tango Nubes de humo y allí el film alcanza su culminación. Lo peor que puede decirse de El tango vuelve a París es que su último tramo, con una intriga menor durante el regreso en barco del frustrado grupo, decae en relación al resto en general y a ese gag en particular.

En Tres anclados… todo era apariencia, desde el falso millonario que interpretaba Parravicini hasta los «apaches» que en realidad eran españoles contratados para divertir a los turistas. En El tango vuelve a París el juego de las apariencias es delatado de inmediato, desde la estafa que sufren los protagonistas hasta la pretensión de una «piba del Tabarís» que ante dos franceses finge ser «la Condesa de Boedo». El final de Tres anclados… alcanzaba un tono de nobleza trágica cuando resultaba evidente que los tres protagonistas jamás podrían regresar a la añorada Buenos Aires. En El tango…, en cambio, la desmitificación obliga a reemplazar ese cliché por una tragedia menos evidente y más cotidiana: Castillo se traga su orgullo y acepta que papá pague el regreso de todos. Sus sueños de triunfo como artista de tango quedan desplazados por el compromiso de poner un consultorio y Lupe resigna su lugar a favor de la insulsa Azucena. Como Ford en sus últimos films (y en particular en Un tiro en la noche) Romero ya no creía en la necesidad de «imprimir la leyenda».

La copia que posee la Filmoteca es en 16mm. y se encuentra en excelente estado.

F.M.P.


(1) El nombre del personaje Lupe Torres parece provenir de la combinación de los nombres de dos hermosas actrices mexicanas, Lupe (o Lupita) Tovar y Raquel Torres, que compartieron con Romero los años del Hollywood hispano.

(2) Uno de esos detalles de observación, un árabe que se pasea frente a las mesas exteriores de un café parisino, debió impresionarlo especialmente porque, tras utilizarlo en Tres anclados… lo reiteró de manera exacta en El tango vuelve a París. En ambos casos los protagonistas aprovechan la ocasión para desplegar un poquito de la clásica xenofobia porteña: «¿De qué corso venís?».

(3) La frase se refuerza minutos después con otra más rotunda: «El único país donde se puede trabajar libremente es el nuestro«