Japón, 1967. Dir.: Masaki Kobayashi. 128’. (La versión estrenada en Buenos Aires es algo más corta)

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Desde los títulos, organizados sobre el riguroso diseño arquitectónico de un castillo feudal, Kobayashi sugiere la idea de un sistema rígido, inconmovible. Inmediatamente después establece el carácter de su protagonista, Sasahara (Mifune Toshiro), hombre de legendaria habilidad con la espada e inquebrantable fidelidad a su señor. Su amigo Asano lo define cuando describe su estilo de esgrima: «Te empujan y retrocedes; te vuelven a empujar y retrocedes más. Pero nunca te rindes y finalmente, cuando tu enemigo está cansado, atacas«. Enseguida se sabe que la vida doméstica de Sasahara está ensombrecida por un matrimonio sin amor que, sin embargo, le ha dado dos hijos. Su esposa es intratable pero parece que en el Japón feudal era normal que, en tiempo de paz, la mujer se impusiera sobre el hombre.

Un día el señor feudal de la zona elige a Yogoro, primogénito de Sasahara, para desposar a Ichi, una concubina con la que ha tenido un hijo pero cuyo fuerte carácter ya no lo complace. Por ser madre de un posible heredero, Ichi no puede ser ni expulsada ni devuelta a su familia, así que casarse con un joven samurai de buen nombre es la única solución digna. Sasahara se resiste porque conoce de primera mano la infelicidad matrimonial pero Yogoro acepta y el matrimonio se produce. En poco tiempo, Ichi se demuestra la esposa ideal y todas las prevenciones del caso se desvanecen cuando nace una niña. Sasahara está feliz. Pero un día, con la misma arbitrariedad con que la endosara a los Sasahara, el señor feudal dispone que la madre de su hijo debe volver al castillo. Yogoro e Ichi protestan pero la decisión es inapelable.

Es entonces cuando el cauto pero digno Sasahara sale del segundo plano que había decidido ocupar desde el comienzo y, una vez que verifica el deseo de su hijo y de su nuera de seguir juntos, se afirma como una columna de fortaleza. Ichi no volverá al castillo. El señor feudal es injusto. La decisión de Sasahara también es inapelable.

Yogoro e Ichi deben soportar ya no sólo la presión oficial sino familiar. Los jóvenes vacilan, pero Sasahara les infunde coraje. Él los acompañará hasta el final. Cualquiera de nosotros se atrevería a cualquier cosa si Mifune Toshiro nos acompañara hasta el final.

La Filmoteca tiene en custodia una copia nueva en 35mm. que pertenece a la Asociación de Apoyo al Patrimonio Audiovisual (APROCINAIN) y tiene su historia. Primero, APROCINAIN encontró en los sótanos de la Escuela Nacional de Cine un internegativo incompleto. Luego se obtuvo una copia positiva (con apoyo de las empresas Cinecolor y Kodak) y sobre la misma se determinó el material faltante. Después, Cinemateca Uruguaya facilitó el acceso a su propia copia positiva el film, y prestó los fragmentos necesarios. Finalmente se hizo internegativo y copia de esos fragmentos, para poder completar todos los materiales. Esas son las cosas que a veces hay que hacer en Sudamérica para disfrutar de una obra maestra como ésta en su formato original de 35mm.

Tras invertir una larga hora en establecer cuidadosamente las motivaciones de todo el mundo, Kobayashi desarrolla en la segunda parte un enfrentamiento de potencias igualmente titánicas: de un lado, el señor feudal y -más que él- su corte de obsecuentes; del otro lado Yogoro e Ichi pero sobre todo Sasahara, quien encuentra en la preservación de la felicidad de la pareja una nueva razón para vivi, su guerra personal. Ambas potencias chocan de manera definitiva, hasta el final, y las dos triunfan a su manera.

Kobayashi recurre al eficaz procedimiento de comprimir la tensión hasta volverla insoportable, para luego dejarla explotar con violencia catártica. El resultado es, como su anterior Harakiri, un manifiesto humanista contra las arbitrariedades del sistema feudal pero también muchas otras cosas, gracias a la insólita capacidad del realizador para alternar la crueldad del sistema con la ternura cotidiana: dos palabras de Yogoro a Ichi bastan para comprender la sinceridad del vínculo que los une; un plano de la nieta de Sasahara con un dedo en la boca alcanza para representar la necesidad que ese bebé tiene de su madre. La eficacia de esas alternancias se resume en un momento final cuando, antes de enfrentarse en un duelo definitivo que ninguno de los dos desea, Sasahara y su amigo Asano se toman un descanso para alimentar a la niña. F.M.P.