Por Fernando Martín Peña

Entre 1929 y 1931 la Asociación Amigos del Arte albergó la primera experiencia cineclubística argentina, que se contó entre las primeras de América. La iniciativa fue de un grupo de jóvenes intelectuales que incluyó, entre otros, a León Klimovsky, Jorge Romero Brest, Horacio Cóppola, Héctor Eandi, Ulyses Petit de Murat, Jorge Luis Borges, José Luis Romero, Leopoldo Hurtado, Néstor Ibarra, Guillermo de Torre, Marino Casano, Jacobo Muchnik y César Tiempo. Según el historiador Jorge Miguel Couselo[1], la idea y el principal impulso organizativo correspondieron a Klimovsky, quien varias décadas después fechó el inicio de la experiencia en 1928. Es posible que en ese año el grupo tuviera encuentros informales en casas particulares y está documentado que ya en 1927 Klimovsky organizaba funciones de cine “artístico” en una biblioteca denominada Anatole France, pero las exhibiciones específicas del Cine Club, abiertas al público, semanales y nocturnas (desde las 21hs.), comenzaron el 21 de agosto de 1929. Al principio la entidad se llamó sintéticamente “Cine Club”, aunque en la última temporada se agregó la precisión “de Buenos Aires”, y la gran mayoría de sus exhibiciones tuvieron lugar en la sede de Amigos del Arte de la calle Florida. El diario La Nación anticipó la conformación del grupo y el 7 de agosto publicó su programa de acción:

“a) Un ciclo de ilustración o revista de las películas que desde 1905 hasta hoy basten para dar una idea de la evolución de la técnica, de la concepción de los directores y de la unidad artística en la obra cinematográfica;

b) Explicaciones y conferencias a cargo de poetas, críticos, ensayistas y aficionados, quienes intentarán orientar al espectador en el discernimiento de los valores cinematográficos.

c) Importación de películas de los vanguardistas franceses y alemanes, así como de todas aquéllas obras que por sus audacias, anticipaciones al gusto corriente u otra causa no interesen a la explotación comercial.

d) Fundación de una revista periódica en la que se publicarán los ensayos de los cineastas extranjeros y nuestros.

e) Organización de la primera biblioteca cinematográfica.

f) Organización de la primera cineteca en el país”.

La idea de reunirse alrededor de determinadas películas para examinarlas y valorarlas independientemente de su performance comercial implicaba, en primer término, otorgar al cine categoría artística y, en consecuencia, reconocerle una historia. Hoy parece fácil decirlo pero en 1929 esa idea suponía en sí misma un gesto de vanguardia porque el cine carecía del consenso que adquirió después en el mundo cultural y también de todo reconocimiento académico, ya que la institución universitaria no lo incorporó de manera sistemática hasta la segunda posguerra. Sin embargo, la idea impulsada por Klimovsky tenía antecedentes, principalmente europeos. El crítico, ensayista y director francés Louis Delluc había organizado el Ciné-club de France, que por lo general se considera la primera institución de este tipo, en 1920. Con el mismo espíritu –y el agregado de un fuerte compromiso ideológico- se fundó en 1927 la Amsterdam Filmliga. A diferencia de ambas entidades, que, como la de Buenos Aires, fueron impulsadas por una generación de intelectuales que tenía entre veinte y treinta años de edad, en Londres la primera Film Society fue fundada por personalidades ya consagradas como H. G. Wells, George Bernard Shaw o el economista John Maynard Keynes. En Estados Unidos, las primeras entidades importantes de este tipo parecen haber surgido también hacia 1928 pero las que resultaron más influyentes y mejor organizadas fueron algo posteriores y, como la Filmliga, estuvieron vinculadas a los sectores políticos de izquierda que en Norteamérica tuvieron un mayor peso cultural a partir de la depresión económica de 1929.

Una capital del cine

No puede decirse que los cineclubistas porteños se identificaran por su conciencia política, pero sí que compartían una formación cinéfila singular gracias a que Buenos Aires contaba con una oferta cinematográfica excepcionalmente abundante y diversa, en la que el cine europeo tenía casi tanto espacio como el norteamericano y donde no existía ningún tipo de censura oficial, al menos hasta el golpe militar de septiembre de 1930. Esto llamó la atención de Kenneth Macpherson, un joven cineclubista y cineasta británico que, desde un castillo en Suiza, publicaba la revista de cine Close Up, cuyo subtítulo informaba con temprano orgullo que se trataba de The Only Magazine Devoted to Film as an Art. En su número de febrero de 1930 la revista publicó un artículo titulado Cinema in the Argentina donde un sorprendido cronista aseguraba que “Sudamérica, y más especialmente la Argentina, parecen haber sido olvidadas por quienes hablan de los principales centros cinematográficos. Y sin embargo, pese a que la Argentina no es –comparativamente- un país productor de cine, debe ser uno de los más grandes consumidores del mundo. (…) Dos millones de habitantes. Doscientos cines. Noventa y cinco toneladas de película importada. (…) Un país puede ser democrático y tener una aristocracia; puede ser capitalista y tener un partido comunista poderoso; puede ser universal pero muy cosmopolita. La Argentina combina todos esos puntos. También goza de libertad. Resultado: Buenos Aires es la perfecta ciudad cosmopolita del cine[2]”.

El autor describe además la repercusión comercial de algunos films, menciona la existencia del Cine Club -que acababa de terminar su primera temporada- y se sorprende ante la libre circulación de las películas soviéticas, que en ese entonces estaban prohibidas en Gran Bretaña. «Mientras en Europa los periódicos se dedicaron especialmente a subrayar el significado político de estos films, la propaganda anti-imperialista y la identidad de los militaristas, en la Argentina el controvertido factor político nunca es mencionado en los diarios. Los críticos se dedican enteramente a la construcción artística y técnica de cada film. (…) A nadie le importa la tendencia, con tal de que se trate de buen cine. De hecho, uno piensa que otros (espe­cialmente los censores) podrían aprender mucho de semejante centro de libertad cinematográfica«.

Jorge Miguel Couselo encontró un testimonio de características similares en la influyente revista cultural española La Gaceta Literaria, que tenía entre sus redactores de cine a un joven Luis Buñuel. Su primer secretario de redacción fue Guillermo de Torre, que eventualmente se trasladó a la Argentina y se casó con Norah Borges. En el número 79[3] de la revista, de Torre reseñó la actividad del Cine Club y destacó, como el cronista de Close Up, que “la novedad más considerable que puede presentar el Cine Club de Buenos Aires con relación a todos los clubs similares europeos es la abundancia de films rusos y soviéticos, de aquéllos que la censura europea proscribe y que aquí se dan públicamente y sin mayor asombro”. Luego lista las películas exhibidas en la primera temporada, señala “cierto escándalo” que produjo la primera proyección porteña de Un perro andaluz de Buñuel y Salvador Dalí (apenas dos meses después de su estreno en París) y evalúa finalmente que el Cine Club está “bien orientado en sus comienzos, certeramente emproado, sólo requiere ahora disponer de mayores cimientos, a fin de incorporar a sus programas obras de absoluta y primicial novedad. Es necesario que establezca relación con los cine-clubs europeos, y especialmente con el de Madrid[4], para contribuir a afinar sus directrices y enriquecer sus exhibiciones, procurándose films que de otra forma resultaría imposible procurarse aquí. (…) El Cine Club será el único refugio de este arte (el cine) como tal, mientras no surjan las salas especializadas, mientras los cines típicos del centro de la ciudad (y en Buenos Aires no hay menos de diez en el espacio de cuatro “cuadras” o manzanas) prodiguen indistintamente lo excelente y lo pésimo ante un público más opiómano que cinéfilo”.

Las influencias

Los lineamientos de la programación parecen haber surgido de la combinación de lecturas especializadas francesas y sajonas, con el agregado de la experiencia cinéfila local. Por esos años, la discusión ya no era sobre la entidad artística del cine sino más bien sobre su autonomía expresiva. Klimovsky y Horacio Coppola, en textos contemporáneos y posteriores, citan a Louis Delluc y sus postulados sobre la Fotogenia, que constituyeron el primer esfuerzo serio por aproximarse a una definición de lo que sería específicamente cinematográfico, es decir, de aquello que el cine no le debe a las otras artes. De allí se derivaron términos como “visualismo” que pronto quedaron obsoletos, pero que en ese momento sirvieron para precisar el deseo de acercarse a un “cine absoluto”. También figuran entre los referentes del Cine Club los críticos Léon Moussinac y Elie Faure, y especialmente el ensayista y cineasta Jean Epstein, que en libros como Bonjour cinéma no sólo prolongó las propuestas teóricas de Delluc sino que además utilizó la gráfica y la poesía procurando que el resultado no fuera sólo un libro sino un objeto estético que evocara de algún modo la experiencia cinemática.

En la revista Close Up, por su parte, los cineclubistas argentinos encontraron los análisis más sofisticados de la época sobre las experiencias soviéticas en el campo montaje, las primeras reflexiones sobre el realismo cinematográfico y sobre el potencial del documental, las reservas sobre el inminente advenimiento del cine sonoro y la mención pormenorizada de varios films de inspiración vanguardista y circulación restringida, especialmente en el terreno del corto metraje. A diferencia de sus pares franceses, los responsables de Close Up llegaban incluso a cuestionarse el propio rol. Como escribe el crítico Geoffrey Nowell-Smith, “No es que la revista no quisiera hacer avanzar las fronteras del arte cinematográfico, sino que tuvo el sentido común suficiente como para comprender (al menos en parte) que declararse uno mismo en la vanguardia no alanza para lograr ese propósito. Qué cosa constituiría realmente una vanguardia, en lo que a la revista concernía, era algo a descubrir[5]. Como escribió Robert Herring en un artículo publicado en la edición de abril 1929: “No veo de qué cosa es que la vanguardia se encuentra adelante”.

Tanto de franceses como británicos, Klimosvky y sus amigos tomaron también un saludable desprejuicio para reivindicar al cine industrial y masivo que demostraba una genuina preocupación por la forma. Delluc había iniciado esa línea al preferir el film La marca de fuego de Cecil B. DeMille, un melodrama ferozmente reaccionario, por sobre las experiencias del llamado Film d’Art francés. La razón era que, más allá de los contenidos, el Film d’Art era sólo teatro filmado mientras que DeMille demostraba cierta temprana sofisticación en el uso dramático de luces y sombras. En Close Up, por su parte, se reivindicaban figuras esencialmente populares como Douglas Fairbanks, cuyas proezas atléticas en la pantalla eran consideradas esencialmente cinematográficas, y sobre todo Walt Disney por sus experiencias pioneras en el terreno del dibujo animado sonoro, que incluso Sergei Eisenstein llegó a señalar como un modelo a seguir por la industria.

En más de un sentido, Delluc y sus seguidores –incluyendo a los cineclubistas porteños- defendían con dos décadas de anticipo las mismas banderas que retomó la crítica de la segunda posguerra, que en Francia tuvo su principal referente en André Bazin y la generación de su revista Cahiers du Cinéma. Ellos también se acercaron a la producción popular que en su momento solía considerarse intrascendente (el cine industrial norteamericano), destacando sus valores formales; también prefirieron lo “esencialmente cinematográfico”, intentaron definirlo[6] y se esforzaron en determinar “autores” cinematográficos que tuviesen, digamos, la misma entidad epistemológica que los autores de otras formas artísticas.

Todas estas expresiones estuvieron representadas en la programación de las tres temporadas que tuvo el Cine Club porteño y confluyeron en la conformación de un primer corpus canónico de lo que podía considerarse “arte cinematográfico”, que en su mayor parte se mantiene vigente hasta nuestros días. El estilo de un “autor” como podía ser el director alemán Paul Leni se revisó en la exhibición del 11 de septiembre de 1929 contraponiendo un fragmento de su film expresionista El gabinete de los rostros de cera y la proyección completa de El gato y el canario, que Leni había filmado algo después, ya en Estados Unidos para la empresa Universal. De igual modo, el Cine Club procuró seguir la evolución de otros directores considerados autores, como el rumano Lupu Pick (El riel, La noche de San Silvestre), los suecos Mauritz Stiller (La leyenda de Gösta Berling) y Victor Sjöstrom (La rosa de los vientos, hecha en Estados Unidos para la MGM), el alemán Murnau (Tartufo, Fausto), el ruso Sergei Eisenstein (cuyo film La línea general fue estrenado en Argentina por el Cine Club en 1931) y por supuesto Charles Chaplin, que ya había inspirado una amplia bibliografía y de quien no sólo se proyectaron reiteradamente sus cortos cómicos –Vida de perro, Armas al hombro, El peregrino– sino también (en la exhibición del 30 de abril de 1930) el largometraje Una mujer de París, que fue su primera incursión en el drama y que había sido un notorio fracaso comercial.

El cine cómico tuvo un espacio recurrente en el Cine Club, seguramente a causa de la influencia de los escritores surrealistas, que lo reivindicaron como un espacio de libertad y subversión del orden establecido. En las tres temporadas pueden encontrarse films de Max Linder, André Deed (conocido como Toribio Sánchez) Buster Keaton, Harold Lloyd, Larry Semon, Harry Langdon o Laurel & Hardy, pero toda la exhibición del 2 de octubre de 1929 estuvo dedicada a una “Antología de lo cómico”, con fragmentos y cortos completos de estos y otros intérpretes, organizados de manera cronológica. Lo mismo se hizo el 6 de marzo de 1931 con un programa dedicado al cine de animación, que tuvo lugar en el cine Hindú (quizá porque parte del material era sonoro y requería otro equipamiento) e incluyó films de Pat Sullivan, Walt Disney, Charlie Bowers, Max Fleischer, Ub Iwerks y Bud Fisher.

Entre los ejemplos documentados de “cine absoluto” que exhibió el Cine Club se cuentan títulos como La estrella de mar (Man Ray), Entreacto (René Clair), Lluvia (Joris Ivens y Mannus Franken), El jardín de Luxemburgo (Franken), El puente de acero (Ivens), Ritmos de luz (Oswell Blackeston y Francis Bruguière), A propósito de Niza (Jean Vigo y Boris Kauffman), Imágenes de Ostende (Henry Storck), La marcha de las máquinas, Las noches eléctricas, Negativos, Montparnasse y Robots (todos de Eugène Deslaw), Cinco minutos de cine puro (Henry Chomette), Campos Elíseos (Jean Lods), La sinfonía metropolitana (Walter Ruttmann) y posiblemente Borderline (Kenneth Macpherson). Salvo en el caso de la película de Ruttmann, que se había estrenado en los cines porteños en 1928, todos estos films tuvieron sólo circulación no comercial, por lo que el Cine Club debió adquirirlos o alquilarlos a sus pares europeos, quizá con ayuda de los miembros de Amigos del Arte[7].

El martirio de Juana de Arco, la obra maestra de Carl Dreyer, se exhibió al menos dos veces, en 1929 y en 1931. La exhibición del film expresionista El gabinete del Dr. Caligari el 25 de septiembre de 1929 constituyó toda una declaración de principios ya que siete años antes, en el momento de su estreno comercial porteño, la crítica lo había tratado de “mamarracho cubista”. El gusto por el realismo se expresó en diversos films soviéticos, en la ópera prima de Josef von Sternberg (Cazadores de almas) y en un curioso programa de 1929 dedicado al documental, organizado por Jorge Romero Brest, que procuró acercarse a la plástica y a las diversos estudios de descomposición del movimiento al utilizar ejemplos de cámara lenta para el registro de distintas disciplinas deportivas.

Aunque los programas eran variables, lo normal era que se iniciaran con una selección de films cortos, continuaran con un fragmento y terminaran con un largometraje. En los programas de mano que entregaba el Cine Club en cada exhibición (conservados por Horacio Coppola) consta que las proyecciones eran acompañadas con improvisaciones en piano. Cada zona del programa era presentada por un especialista, pero ocasionalmente el espacio de disertación se ampliaba para dar lugar a conferencias informativas. Entre los conferencistas documentados se contaron Guillermo de Torre (sobre cine alemán), Romero Brest (cine francés), Néstor Ibarra (sobre Harry Langdon), José Luis Romero (cine soviético) y Klimovsky (evolución técnica del cine). Jorge Miguel Couselo señala que entre éstas conferencias “se incluiría una de Jorge Luis Borges sobre el cine de Sternberg, legendaria en la tradición oral pero no publicada ni precisada en fecha”.

El cine argentino fue el principal ausente de Cine Club pero había un motivo coherente con la programación y con las influencias mencionadas. Al igual que Delluc, Epstein, Joris Ivens y Macpherson (y anticipándose otra vez a los críticos de Cahiers du Cinéma), los porteños tendían a rechazar la mayor parte de la producción local porque tenían la idea de hacer un cine propio. Klimovsky lo anticipó en una entrevista otorgada en 1930: “La crítica cinematográfica (…) en el fondo es una actividad estéril cuando no se complementa con una obra activa”. Por eso Cine Club dedicó la exhibición del 15 de mayo de 1931 al cine en 16mm., que en ese momento era un formato nuevo, y exhibió varios films realizados de manera amateur, como Palomas de J. M. Méndez, Imágenes urbanas de Carlos Connio, y Experiencia de montaje, de Cassano y Klimovsky. Según un artículo de la revista Nosotros[8], “En el intervalo, León Klimovsky pronunció un comentario al cinematógrafo en miniatura, estableciendo sus posibilidades, de las que esta exhibición dio un aproximado indicio”. Couselo relaciona esta exhibición con un testimonio posterior de Klimovsky, según el cual el Cine Club “Organizó también un grupo de filmación en 16mm, en el que, entre otros, se hallaba Luis Saslavsky, quien dirigió en un corto a Amelia Bence[9].

En su último programa (octubre de 1931) el Cine Club profundizó esta intención al anunciar que “con esta exhibición, el Cine Club clausura su tercer y último ciclo de revisión del film comercial y orienta definitivamente sus esfuerzos hacia la producción propia”. De todos los socios de la entidad, quien más pronto cumplió esa intención fue Horacio Coppola. Entre 1934 y 1936, armado con una cámara muda de 16mm., realizó en Berlín, París, Londres y Buenos Aires cuatro cortometrajes que ejemplifican no sólo las influencias de lo visto en el Cine Club sino también el tipo de cine que el resto del grupo deseaba hacer[10].

Parece claro que el Cine Club no logró cumplir con todos los puntos de su programa inicial: no se tienen noticias de la publicación periódica prevista ni de la organización de su biblioteca y cinemateca. En una nota sin firma, probablemente escrita por Klimovsky y publicada en 1941, la experiencia se resumió así: “Indudablemente era un ensayo prematuro: el público fue siempre muy reducido, y al cabo de cuatro años de esfuerzo hubo que suspender las sesiones. Sin embargo, la experiencia estaba hecha y se habían recogido enseñanzas positivas y fecundas. Especialmente estas dos: era preciso reunir un material propio lo más amplio posible y, por otra parte, estudiar una organización comercial mínima que permitiera sustentar lo puramente artístico y cultural, objeto esencial de estos propósitos y estos ensayos”.

Entre 1940 y 1945 Klimovsky y Elías Lapzeson fundaron una entidad similar denominada Cine Arte, tuvieron su propia cinemateca y hasta construyeron una sala en Corrientes 1553, que luego fue el mítico cine Lorraine y actualmente es el local de la librería Losada. En octubre de 1941 el periodista Manuel Peña Rodríguez fundó el Primer Museo Cinematográfico Argentino y, con apoyo económico del exhibidor Augusto Álvarez y bajo el nombre Cine Estudio, inició exhibiciones regulares en el teatro Odeón, que se equipó especialmente para posibilitar la proyección de películas. La elección de esa sede tenía su valor simbólico porque allí había tenido lugar la primera exhibición porteña del Cinematográfo Lumière, en julio de 1896. Peña Rodríguez acumuló una importante colección particular y logró apoyo de la industria del cine pero eventualmente abandonó las actividades del Museo para dedicarse a la producción. En junio de 1942, con apoyo de Cine Arte, el crítico Rolando Fustiñana “Roland” fundó el Club Gente de Cine, que entre 1951 y 1957 editó la revista homónima y eventualmente creó la Cinemateca Argentina, que existe hasta la fecha. En 1954 Salvador Sammaritano inició las exhibiciones del legendario Núcleo, que logró ser el cineclub más convocante e influyente de Latinoamérica durante varias décadas, reunió una colección propia de películas y entre 1960 y 1969 publicó la revista Tiempo de cine, que sigue siendo un referente sobre el cine del período.

En estas y otras experiencias se realizaron y potenciaron todos los proyectos de aquél primer Cine Club.


[1] En un informe incluido en el libro Las vanguardias artísticas en la historia del cine español, Edición de la Filmoteca Vasca, San Sebastián, 1989.

[2] H. P. Tew en Close Up, Suiza, febrero de 1930.

[3] Fechado en Madrid el 1 de abril de 1930.

[4] Creado poco antes por Guillermo Giménez Caballero, el fundador de La Gaceta Literaria.

[6] Ver, por ejemplo, Ontología de la imagen fotográfica de André Bazin.

[7] Ello quizá ayude a explicar que Victoria Ocampo declarase después “En 1930, por iniciativa mía, llegaron a Buenos Aires los primeros films de Buñuel, René Clair, Man Ray” (Sur, enero-diciembre de 1974).

[8] Buenos Aires, junio de 1931.

[9] En la actualidad, todo este material se considera perdido.

[10] Para una descripción más detallada de los films de Horacio Coppola, ver Malba.cine, agosto de 2006.

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