Por Fernando Martín Peña

Con casi ciento treinta largometrajes acreditados, la carrera de Antonio Merayo no es fácil de observar en perspectiva, en parte porque el contexto en el que se formó y trabajó hoy ya no existe, y en parte, es de suponer, por su propia tendencia profesional a mimetizar su trabajo con el del realizador que le tocara o lo convocara. Por un lado fue el paradigma del buen técnico del cine argentino industrial y, de hecho, pasó sus últimos años profesionales junto a Enrique Carreras, uno de los últimos representantes de esa forma de concebir la producción cinematográfica. Pero por otro lado, esas películas finales son las que más dificultan una apreciación de su verdadero aporte. El abuso del zoom, los personajes dispuestos en el plano de cualquier manera, la imagen alumbrada (más que iluminada) y las tomas finales que se alzaban siempre hacia los árboles en una especie de éxtasis vegetal recurrente son características que no ayudan a imaginar a un virtuoso de la luz detrás de la cámara y que todavía se utilizan en las clases de fotografía como ejemplos de lo que nunca hay que hacer.

Pero las cosas nunca son en blanco y negro, ni siquiera con el realizador más prolífico del cine argentino. Así como Merayo se limitó a registrar lo que le ponían delante en películas como Frutilla, Así es la vida o Sucedió en el fantástico circo Tihany, su trabajo elevó decididamente la categoría formal de Los hipócritas (1965), tardío policial negro con presuntas derivaciones sociales que está entre lo más digno (aunque no entre lo más visto) de Carreras.

En sus comienzos profesionales Merayo tuvo ocasión de ver trabajar a John Alton y de poner en práctica lo aprendido en films como Palermo (1937), donde el realizador Arturo S. Mom procuraba nada menos que emular las atmósferas de su admirado Josef von Sternberg. El grueso de su carrera, hasta tropezar con el realizador homónimo, se desarrolló en Argentina Sono Film, con eventuales fugas a Pampa (Chiruca, del español Benito Perojo) o Artistas Argentinas Asociados (La doctora quiere tangos, de Zavalía). En Argentina Sono Film Merayo tuvo ocasión de trabajar con la mayor parte de los realizadores importantes del cine argentino y de contribuir a la definición de su estética más clásica, en particular a través de las varias películas que hizo para Luis César Amadori (incluyendo los mamotretos biográficos Albéniz y Almafuerte). El carácter paradigmático de Merayo en relación a la industria se ve confirmado por su aparición en el documental de Mom Así se hace una película argentina (1948) donde se lo puede ver ilustrando las necesidades de su oficio y ejemplificando una puesta de luces sobre la actriz Virginia Luque.

Merayo trabajó ocasionalmente con varios realizadores destacables por sus exigencias visuales, como el uruguayo Román Viñoly Barreto (El dinero de Dios) y Lucas Demare (Detrás de un largo muro, Zafra), pero de las virtuales asociaciones que estableció a lo largo de su carrera corresponde destacar sobre todo dos, ubicadas en extremos prácticamente opuestos. Tuvo el mérito de complementar a Mario Soffici, cuya formación más teatral que fotográfica permitió a Merayo realizar aportes propios decisivos en Viento norte (1937), Kilómetro 111 (1938) y sobre todo en El extraño caso del hombre y la bestia (1951). En este último film resolvió, de manera memorable, la transformación del protagonista mientras éste es iluminado alternativamente por las luces de un tren que pasa, además de diseñar el clima por lo general negro y denso que toda la película pedía. También tuvo el mérito de llevarse bien con el temperamental Daniel Tinayre y de saber plasmar sus incesantes audacias formales en películas como Pasaporte a Río (1948), El rufián (1961) y La patota (1963), todas obras en las que la imagen tiene mucho más peso que la dramaturgia.

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Más allá de esas continuidades, si hubiera que elegir un par de ejemplos aislados de su mejor trabajo habría que pensar en Sangre negra (de Pierre Chenal, 1951) y en El túnel (de León Klimovsky, 1952). Ambos títulos, ya sea por iniciativa de Merayo o de los realizadores, son excelentes ejemplos de síntesis equilibrada entre una realización audaz y una fotografía protagónica, como pudieron serlo luego el trabajo de Etchebehere para Hugo del Carril en Más allá del olvido, el de González Paz para Torre Nilsson en La casa del ángel o el de Aronovich para Mugica en El reñidero. En El túnel se condensan inquietudes y recursos que el cine argentino recién va a desarrollar plenamente varios años después con la llegada de la generación del ’60. Sangre negra, por otra parte, fue un verdadero tour de force en todos sus rubros pero en particular en la escenografía y en la iluminación, de resultados impensables fuera de la práctica de la producción en estudios. Además de una memorable persecución nocturna por los techos de la ciudad, en la que un cartel de neón produce un buscado efecto dramático, Merayo debió resolver el registro de un complejo decorado de varios pisos (un edificio abandonado que es filmado en un interminable travelling ascendente mientras los protagonistas lo recorren) y la puesta en escena de una aterradora secuencia onírica en una plantación cuyas dimensiones se fingieron utilizando falsas perspectivas.

Merayo (como muchos otros fotógrafos del cine argentino clásico) nunca trató de lograr con el color las mismas sutilezas que sabía obtener con el blanco y negro. Esa razón, sumada a la caída del sistema de estudios y al empobrecimiento estético general del modelo de producción industrial quizá constituyan una base para entender la caída cualitativa de su trabajo. Sea como fuere, el conjunto de su obra es uno de los pocos del rubro que refleja con toda exactitud lo mejor y lo peor del cine argentino. F.M.P.

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